¿Por qué te debería interesar la JMJ?

Las acusaciones vuelan cuando los unos critican a los otros de no estar verdaderamente presentes durante grandes momentos de sus vidas porque sólo parece importarles sacar una buena foto con el móvil o conseguir un selfie con algún famoso. Yo, como fotoperiodista, también soy lo peor en esto. Cuando cubro algún evento, rara vez experimento el valor de lo que está sucediendo ante mí. De hecho, intento bloquearlo. Toda mi atención se centra en obtener una foto que transmita la historia. A eso añádele las preocupaciones por los controles de seguridad, las barreras idiomáticas y colocarte en el mejor lugar para fotografiar. Pues sí, a duras penas estoy ‘ahí’.

Pero cubriendo una tarde de Adoración Eucarística en el Tauron Arena de Cracovia durante la Jornada Mundial de la Juventud, algo cambió: la realidad se abrió camino a través de mi actitud profesional de desapego.

Contrariamente a lo que puedan pensar algunos, la Jornada Mundial de la Juventud no es una típica reunión de jóvenes, no es un “Woodstock católico”. Es una peregrinación que hacen cientos de miles de jóvenes católicos, cada dos años, para unirse en la fe. No son unas vacaciones, como te podrá decir cualquiera que haya ido. Duermes en lugares incómodos, comes sándwiches blanduchos y caminas y caminas durante lo que parece una eternidad. Ya es reto bastante preguntarse por qué quiere participar toda esa gente.

Pero yo ya no me lo pregunto, porque ahora lo entiendo.

Mientras permanecía en aquel lugar cavernoso donde se reunían para la adoración los peregrinos angloparlantes, empecé a sentir lentamente como si hubiera entrado en un universo totalmente distinto. Me distraían constantemente la forma en que interaccionaban los millares de jóvenes, que se abrazaban, compartían, reían y rezaban. Pero lo que me distraía no eran las acciones en sí, sino lo que subyacía en ellas, algo profundo, algo hermoso y completamente opuesto y desconectado del horror de los titulares mediáticos.

Como de otro mundo. Era como si aquellos jóvenes peregrinos hubieran viajado miles de kilómetros para reunirse con sus mejores amigos, a los que nunca antes habían conocido.

Así comenzó la tarde de oración y Adoración, dirigida por el obispo Robert Barron y acompañado por la música de Matt Maher y Audrey Assad, y entonces vi cómo estos jóvenes se postraban de rodillas y cerraban los ojos, muchos con lágrimas recorriendo su rostro.

De otro mundo, sí; se me hizo evidente que aquello era una auténtica communio: una verdadera comunión espiritual entre personas de todas las edades, culturas, etnias, experiencias, todos unidos como uno en Cristo. Aquel momento me transportó totalmente, quedé arrobado durante la communio. Me uní a ellos también en Cristo.

Fue algo imponente; me erizó el vello de los brazos y me esforcé por reprimir las lágrimas, porque es difícil fotografiar nada con los ojos húmedos, cuando se está tan profundamente inmerso en la viva Presencia de Jesucristo junto a otras 30.000 almas, ahí mismo a tu lado.

Pareció que todo el pabellón estuviera sosteniendo un tierno y cariñoso abrazo.

No quise que aquel momento parara; no quería que la noche terminara. Estábamos atisbando una porción de paz celestial y todos lo sabíamos.

Por esto debería importarte la Jornada Mundial de la Juventud, porque es importante, porque si el Espíritu Santo te da un empujoncito, tú deberías esforzarte al máximo para aprovechar el impulso. Yo salí del pabellón pensando: “¿Por qué querría cualquier ser humano racional privarse de semejante dicha?”.

El impulso que he recibido personalmente esta semana, una y otra vez, ha sido el de “cooperar con Gracia”. Con mi primera respuesta me encogí de hombros, “vale, ¿por qué no?”. Y ahora lo sé. Sé por qué sí.

Entré en aquel pabellón preparado simplemente para hacer un trabajo. Y la verdad, solemos quedar tan atrapados por nuestros quehaceres —nuestros trabajos, nuestras vidas, nuestra necesidad de sentir el control sobre todo— que olvidamos la Gracia, u olvidamos estar abiertos a la Gracia. Olvidamos (o nos negamos a aceptar) la ayuda, y la curación, y la fuerza que Dios quiere darnos con tanta urgencia a cada uno de nosotros.

Así soy yo también: persistente en la rebelión. En la vida de fe, sin embargo, esta persistencia actúa en contra de la lógica y la inteligencia. Debe de ser parte de nuestra naturaleza caída, supongo, lo que hace que actuemos como niños irritantes contra un Padre que de verdad sabe qué es lo mejor para nosotros. Creemos saber qué queremos, pero en realidad, la mayoría de nosotros no tiene ni idea. Dios sabe para qué fuimos creados y nos lo dirá si preguntamos.

Mientras salía del pabellón me di cuenta de cuánto necesita el mundo la Jornada Mundial de la Juventud. Supone una poderosa y significativa huella sobre las vidas de los participantes, de una forma sin par; en cuestión de días conmueve y reforma las almas de todos.

A medida que esta semana se va desinflando y los peregrinos se preparan para hacer sus maletas y volver al hogar, se llevarán con ellos algo con lo que no vinieron: una experiencia de sufrimiento, sudor e incomodidad, y un sentido perenne del paraíso. Cargarán con ese conocimiento de que hay algo más grande que ellos mismos, y que este Ser, en su grandeza, es real y santo y amoroso y bueno.

La respuesta a todos los problemas del mundo (si el mundo prestara atención) yace en permitir este encuentro, en abrirse a él y luego —como los apóstoles y discípulos antes que nosotros— salir ahí fuera y llevar esta experiencia, este conocimiento, a familias, amigos y comunidades. Los efectos sanadores sobre el mundo serían imparables.

Si doce individuos de hace 2000 años pudieron cambiar el mundo “cooperando con Gracia”, piensa lo que podrían conseguir los ejemplos de unos cuantos cientos de miles.

Fotos de Jeffrey Bruno y cortesía de CNA y el apoyo de Aleteia y KAI 

6:55:00 a.m.

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