El Tesoro Escondido de la Santa Misa: Necesidad del Santo Sacrificio de la Misa para aplacar la ira de Dios



CAPITULO II

NECESIDAD DEL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA PARA APLACAR LA IRA DE DIOS

7. ¿Qué sería del mando si llegase a verse privado del sol? ¡Ay! No habría en él más que tinieblas, espanto, esterilidad, miseria horrible. Y ¿qué sería de nosotros faltando del mundo la Misa? ¡Ah! ¡Desventurados de nosotros! Estaríamos privados de todos los bienes, oprimidos con el peso de todos los males; estaríamos expuestos a ser el blanco de todos los rayos de la ira de Dios.

Admíranse algunos al ver el cambio que, en cierta manera, se ha verificado en la conducta de la providencia de Dios con respecto al gobierno de este mundo. Antiguamente se hacía llamar: El Dios de los ejércitos. Hablaba a su pueblo en medio de nubes y armado de rayos, y de hecho lo castigaba con todo el rigor de su divina justicia. Por un solo adulterio hizo pasar a veinticinco mil personas de la tribu de Benjamín. Por un ligero sentimiento de orgullo que dominó al rey David, por contar su pueblo, Dios le envió una peste tan terrible, que en muy pocas horas perecieron setenta mil personas. Por haber mirado los betsamitas el Arca Santa con mucha curiosidad y poco respetó, Dios quitó la vida a más de cincuenta mil [1 Sam. 6, 19. Sobre este pasaje, véase: "Sin duda los betsamitas miraron el Arca con curiosidad registrando su contenido y tocándolo todo lo cual estaba prohibido hasta a los levitas” (Núm. 4, 5 y 20)].

Y ahora, he aquí que este mismo Dios sufre con paciencia, no sólo la vanidad y las ligerezas de la inconstancia, sino tam¬bién los adulterios más asquerosos, los escándalos más repugnantes y las blasfemias más horribles, que un gran número de cristianos vomitan continuamente contra su santo nombre. ¿Cómo, pues, se concibe esto? ¿Por qué tal diversidad de conducta? ¿Nuestras ingratitudes serán hoy más excusables que lo eran en otros tiempos?

No, por cierto; antes al contrario, son mucho más criminales en razón de los inmensos beneficios de que hemos sido colmados. La verdadera causa de esa clemencia admirable por parte de Dios es la Santa Misa, en la que el Cordero sin mancha se ofrece sin cesar al Eterno Padre como víctima expiatoria de los pecados del mundo. He ahí el sol que llena de regocijo a la Santa Iglesia, que disipa las nubes y deja el cielo sereno. He ahí el arco iris que apacigua las tempestades de la justicia de Dios. Yo estoy firmemente persuadido de que sin la Santa Misa, el mundo a la hora presente estaría ya abismado y hubiera desaparecido bajo el inmenso peso de tantas iniquidades. El adorable Sacrificio del altar es la columna poderosa que lo sostiene.

De lo dicho, pues, hasta aquí, bien puedes deducir cuan necesario nos es este divino Sacrificio; mas no basta el que así sea, si no nos aprovechamos de él en las ocasiones. Cuando asistimos, pues, a la Santa Misa, debemos imitar el ejemplo del célebre Alfonso de Alburquerque. Viéndose este famoso conquistador de las Indias orientales en inminente peligro de naufragar con todo su ejército, tomó en sus brazos un niño que se hallaba en la nave, y elevándolo hacia el cielo, dijo: "Si nosotros somos pecadores, al menos esta tierna criatura libre está ciertamente de pecado.

¡Ah, Señor! por amor de este inocente, perdonad a los culpables". ¿Lo creerías? Agradó tanto al Señor la vista de aquel niño inocente, que, tranquilizado el mar, se trocó en alegría el temor a una muerte inminente. Ahora bien; ¿qué piensas que hace el Eterno Padre cuando el sacerdote, elevando la Sagrada Hostia entre el cielo y la tierra, le hace presente la inocencia de su divino Hijo? ¡Ah!

Ciertamente su compasión no puede resistir el espectáculo de este Cordero sin mancha, y se siente como obligado a calmar las tempestades que nos agitan y socorrer todas nuestras necesidades. No lo dudemos; sin esta Víctima adorable, sacrificada por nosotros primeramente sobre la cruz, y después todos los días sobre nuestros altares, ya estaría decretada nuestra reprobación y cada cual hubiera podido decir a su compañero: ¡Hasta la vista en el infierno! ¡Sí, sí, hasta volver a vernos en el infierno!...

Pero, gracias al tesoro de la Santa Misa que poseemos, nuestra esperanza se reanima, y nos asegura de que el paraíso será nuestra herencia. Debemos, pues, besar nuestros altares con respeto, perfumarlos con incienso por gratitud, y sobre todo honrarlos con la más perfecta modestia, puesto que de allí recibimos todos los bienes. No cesemos de dar gracias al Eterno Padre por habernos colocado en la dichosa necesidad de ofrecerle a menudo esta Víctima celestial, y todavía más por las utilidades inmensas que podemos reportar si somos fieles, no solamente en ofrecerla, sino en ofrecerla según los fines para que se nos ha concedido tan precioso don.

UTILIDADES QUE NOS PROPORCIONA EL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA

1.   Nos hace capaces de pagar todas las deudas que tenemos contraídas con Dios.

8. Lo magnífico y lo bello son dos alicientes que ejercen un poderoso imperio sobre los corazones; pero la utilidad hace más que conmoverlos, pues triunfa de ellos casi siempre, aun a despecho de las más fuertes repugnancias. Prescinde, por un momento si quieres, de la excelencia y necesidad de la Santa Misa; ¿podrás, sin embargo, prescindir de apreciar la suma utilidad que ella proporciona a los vivos y a los muertos, a los justos y a los pecadores, durante la vida, en la hora de la muerte y aun más allá de la tumba?

Figúrate que eres aquel deudor del Evangelio que, cargado con la enorme deuda de diez mil talentos y llamado a rendir cuentas, se humilla en presencia de su acreedor, implora su indulgencia, y pide un plazo para satisfacer cumplidamente sus obligaciones: Patientiam habe in me, et omnia reddam tibí. Y he ahí lo que en realidad debes hacer tú que tienes, no una, sino mil deudas que satisfacer a la Justicia divina. Humíllate y pide de plazo para pagarlas el tiempo que necesitas para oír la Santa Misa, y puedes estar seguro de que por este medio satisfarás cumplidamen¬te todas tus deudas. (Santo Tomás, 1.2, q. 102, a. 3, ad 10).

El Angélico doctor Santo Tomás explica cuáles son nuestras deudas u obligaciones para con Dios, y entre ellas cita especialmente cuatro, y todas son infinitas.

La primera, alabar y honrar la infinita majestad de Dios, que es digna de honores y alabanzas infini-tas.                        

La segunda, satisfacer por los innumerables pecados que hemos cometido.

La tercera, darle gracias por los beneficios recibidos.

La cuarta, en fin, dirigirle súplicas, como autor y dispensador de todas las gracias.

Ahora bien: ¿cómo se concibe que nosotros, criaturas miserables que nada poseemos podamos, sin embargo, satisfacer deudas de tanto peso? He ahí el medio más fácil y el más a propósito para consolar¬nos y consolar al mundo. Procuremos asistir con la mayor atención al mayor número de Misas que nos sea posible; hagamos celebrar muchas, y por exorbitantes que sean nuestras deudas, por más que sean sin número, no hay duda que podremos satisfacerlas completamente por medio del inagotable tesoro de la Santa Misa.

A fin de que estés mejor instruido acerca de estas deudas, y que tengas de ellas el conocimiento más perfecto posible, voy a explanarlas una por una, y seguramente te llenarás del inefable consuelo al ver las preciosas utilidades y las riquezas inagotables que puedes sacar de la mina que te descubro, para satis-facerlas todas.

2.   Primera obligación: alabar y adorar a Dios

9. La primera obligación que tenemos para con Dios, es la de honrarle. La misma ley natural nos dicta que todo inferior debe homenaje a su superior; y cuanto más elevada sea su dignidad, mayores y más profundos deben ser los homenajes que se le tributen.

Resulta, pues, de aquí que, siendo la majestad de Dios infinita, le debemos un honor infinito. Pero ¡pobres de nosotros! ¿en dónde encontraremos una ofrenda que sea digna de nuestro Soberano Creador? Dirige una mirada a todas las criaturas del universo, y nada verás que sea digno de Dios. ¡Ah! ¿Qué ofrenda podrá ser jamás digna de Dios, sino el mismo Dios? Es preciso, pues, que Aquél que está sentado sobre su trono en lo más alto de los cielos, baje a la tierra y se coloque como víctima sobre sus propios altares, para que los homenajes tributados a su infinita majestad estén en perfecta relación con lo que ella merece. He aquí lo que se verifica en la Misa: en ella Dios es tan honrado como lo exige su digni¬dad, puesto que Dios se honra a sí mismo.

Jesucristo se pone sobre el altar en calidad de víctima, y por este acto de humillación inefable adora a la Santísima Trinidad tanto como es adorable: y de tal mane¬ra, que todas las adoraciones y homenajes que le tributan las puras criaturas desaparecen ante este acto de humillación del Hombre-Dios, como las estrellas ante la presencia de los rayos del sol.

Cuéntase que un alma santa, abrasada por el fuego del amor de Dios y llena del deseo de su gloria, exclamaba con frecuencia: "¡Dios mío, Dios mío! ¡Yo quisiera tener tantos corazones y lenguas como hojas hay en los árboles, átomos en los aires y gotas de agua en el mar, para amaros y alabaros tanto como merecéis! ¡Ah! ¡Quién me diera que yo pudiera disponer de todas las criaturas para ponerlas a vuestros pies, a fin de que todas se inflamasen de amor por Vos, con tal que yo os amase más que todas ellas juntas, más aún que los Ángeles, más que los Santos, más que todo el paraíso!" Un día que ella se entregaba a estos dulcísimos transportes, oyó la voz del Señor que le decía: "Consuélate, hija mía; con asistir a una sola Misa con devoción me darás toda esa gloria que deseas, e infinitamente más todavía".

¿Te admiras quizás de esta proposición? En este caso tu admiración no sería razonable. En efecto, como nuestro buen Salvador no es solamente hombre, sino también Dios verdadero y todopoderoso, al dig-narse bajar sobre el altar tributa a la Santísima y adorable Trinidad, por esta humillación divina, una gloria y honor infinito, y por consiguiente nosotros, que concurrimos con El a ofrecer el augusto Sacrificio, contribuimos también, por su mediación, a tributar a Dios homenajes y gloria de un precio infinito.

¡Oh qué acto tan grandioso! Repitámoslo una vez más, porque importa mucho el saberlo. Oyendo con devoción la Santa Misa, damos a Dios una gloria y honor infinitos. Confiesa, pues, en medio de tu ad-miración, que es una verdad incontestable la proposición arriba enunciada, a saber: que un alma que asiste a la Santa Misa con devoción, tributa a Dios más gloria que todos los Ángeles y Santos con las adoraciones que le dirigen en el cielo.

Como éstos no son más que puras criaturas, sus homenajes son limitados y finitos; mientras que en la Santa Misa Jesús es quien se humilla, Jesús cuyas humillaciones son de un mérito y precio infinito: de lo cual se deduce que la gloria y el honor que por su medio damos a Dios, ofreciéndole el santo sacrificio de la Misa, es una gloria y un honor infinitos. Y siendo esto así, ¡ah! ¡cuan dignamente satisfacemos nuestra primera obligación para con Dios asistiendo a la Santa Misa! ¡Oh mundo ciego e insensato! ¡Cuándo abrirás los ojos para comprender verdades tan importantes! Y habrá todavía quien tenga valor para decir: "Una Misa más o menos ¿qué importa?" ¡Qué ceguedad tan deplorable!...

3.   Segunda obligación: satisfacer a la Justicia divina por los pecados cometidos

10. La segunda obligación que tenemos para con Dios es la de satisfacer a su divina Justicia por tan-tos pecados como hemos cometido. ¡Ah, qué deuda ésta tan inmensa! Un sólo pecado mortal pesa de tal manera en la balanza de la Justicia divina, que para expiarlo no bastan todas las obras buenas de los justos, de los Mártires y de todos los Santos que existieron, existen y han de existir hasta el fin del mundo. Sin embargo, por medio del santo sacrificio de la Misa, si se considera su mérito y su valor intrínseco, se puede satisfacer plenamente por todos los pecados cometidos.

Fija bien aquí tu atención, y comprenderás una vez más lo que debes a Nuestro Señor Jesucristo. El es el ofendido, y a pesar de esto, no contento con haber satisfecho a la Justicia divina sobre el Calvario, nos dio y nos da continuamente en el santo sacrificio de la Misa el medio de aplacarla. Y a la verdad, en la Misa se renueva la ofrenda que Jesucristo hizo de sí mismo a su Eterno Padre sobre la cruz por todos los pecados del mundo; y la misma sangre que ha sido derramada por la redención del humano linaje es aplicada y se ofrece, especialmente en la Santa Misa, por los pecados del que celebra o hace celebrar este tremendo Sacrificio, y por los de todos cuantos asisten a él con devoción.

No es esto decir que el sacrificio de la Misa borre por sí mismo inmediatamente nuestros pecados de la Penitencia; sin embargo, los borra mediatamente, esto es, por medio de movimientos interiores, de santas inspiraciones, de gracias actuales y de todos los auxilios necesarios que nos alcanzan para arrepentimos de nuestros pecados, ya en el momento mismo en que asistimos a la Misa, ya en otro tiempo oportuno. Además, Dios sabe cuántas almas se han apartado del cieno de sus desórdenes en virtud de los auxilios extraordinarios debidos a este Divino Sacrificio. Advierte aquí que si el sacrificio, en cuanto es propiciatorio, no aprovecha al que se halla en pecado mortal, siempre le vale como impetratorio, y por consiguiente todos los pecadores debían oír muchas Misas, a fin de alcanzar más fácilmente la gracia de su conversión y perdón.

En cuanto a las almas que viven en estado de gracia, la Santa Misa les comunica una fortaleza admirable para perseverar en tan dichoso estado, y borra inmediatamente, según la opinión más común, todos los pecados veniales, con tal que se tenga dolor general de ellos. Así lo enseña clara y terminantemente San Agustín.

"El que asista con devoción a la Misa, dice este Santo Padre, será fortalecido para no caer en pecado mortal, y alcanzará el perdón de todas las faltas leves cometidas anteriormente". Nada hay en esto que deba admirarse. Refiere San Gregorio El Grande (4 Dial. c. LVII), que una pobre mujer mandaba celebrar una Misa todos los lunes por el eterno descanso del alma de su marido, que había sido reducido a esclavitud por los bárbaros (y a quien creía muerto), y que las Misas le hacían caer las cadenas de sus manos y pies, de manera que durante el tiempo de la celebración del Santo Sacrificio el esclavo permanecía libre y desembarazado de sus hierros, según él mismo confesó a su mujer después de haber conseguido la libertad.

Ahora bien: ¿Con cuánta mayor razón debemos creer en la eficacia del Divino Sacrificio, para romper los lazos espirituales, esto es, los pecados veniales, que tienen cautiva nuestra alma y la privan de aquella libertad y de aquel fervor con que obraría si estuviese libre de todo embarazo? ¡Oh Misa preciosa, que nos proporciona la libertad de los hijos de Dios y satisface todas las penas debidas por nuestros pecados!

11. Según eso, me dirás acaso, bastará oír o hacer celebrar una sola Misa para pagar las enormes deudas contraídas por Dios por tantos pecados como hemos cometido, y satisfacer todas las penas por ellos merecidos, y toda vez que la Misa es de un precio infinito, y por ella se ofrece a Dios una satisfacción infinita. —Poco a poco, si te place—.

Aunque la Misa es de un precio infinito, debes saber que Dios Nuestro Señor no la acepta, sin embargo, sino en una proporción más o menos limitada, según las disposiciones ya del que celebra el Sacrificio, ya del que lo manda celebrar, o del que asiste a él: Quorum tibi fides cognita est, et nota devotio: Aquellos cuya fe y devoción os son conocidos. Así se expresa la Iglesia en las oraciones del Canon, indicándonos por estas palabras lo que los teólogos nos enseñan formalmente, a saber: que la aplicación del mérito satisfactorio del sacrificio de la Misa, la mayor o menor extensión se mide por la mayor o menor disposición del que la celebra, o del que asiste a él o la manda celebrar, y aun de la persona por quien se celebra.

Considera, pues, el error en que están los que andan en busca de Misas más ligeras y de menor devoción; y lo que es todavía más lamentable, que asisten al Santo Sacrificio sin devoción alguna o con muy poca, y no hacen la más pequeña diligencia para dirigirse al sacerdote más fervoroso y devoto cuando mandan celebrar una Misa.

Porque si bien es verdad que todas las Misas son iguales con respecto al Sacramento, como enseña Santo Tomás, sin embargo, distan bien de serlo en cuanto a los efectos que causan. Así pues, no debemos dudar que cuanto mayor es la piedad actual o habitual del celebrante, tanto más provechosa y abundante es la aplicación que hace de los frutos del Sacrificio; de lo que se deduce que el no distinguir entre un sacerdote tibio y un sacerdote fervoroso, es imitar al pescador que no halla diferencia entre una red grande u otra pequeña.

Preciso es decir lo mismo también a tantos cristianos que asisten a la Santa Misa. Aunque yo exhorto vivísimamente a que oigáis muchas Misas, os recomiendo, sin embargo, atendáis más a la devoción que al número de ellas. Si asistís a una sola Misa muy devotamente, dais mayor gloria a Dios con aquella sola Misa y participáis más ampliamente aún de los frutos llamados ex opere operato, y que son debidos a la eficacia del sacrificio independientemente de nuestras disposiciones, que otro que oye cincuenta con poca devoción: "ín satisfactione magis attenditur affectus offerentis, quam quantitas oblationis". (Santo Tomás, 3 p., q. 79, a. 5).

Y puede suceder (como asegura un autor muy acreditado) que con una sola Misa, oída con singular devoción, se satisfaga plenamente a la Justicia divina por todos los pecados que haya cometido el más grande pecador; y el Santo Concilio de Trento dice: "En virtud de la ofrenda de este adorable Sacrificio, al conceder Dios la gracia y el don de penitencia, otorga también el perdón de todos los pecados, por enormes e innumerables que sean: "Hujus quippe oblatione placatus Dominus gratiam et donum poenitentiae concedens, crimina et peccata etiam ingentia dimittit". (Ses. 22, c. II).

Sin embargo, como no tenéis conocimiento cierto, ni de las disposiciones interiores con que oís la Santa Misa, ni del grado de satisfacción que le corresponde, debéis tomar el partido más seguro de asistir a muchas Misas, y asistir con la mayor devoción posible. ¡Dichosos vosotros, sí, una y mil veces dichosos, si tenéis una gran confianza en la misericordia de Dios y en este Divino Sacrificio, en donde brilla admirablemente! ¡Dichosos si asistís siempre a la Santa Misa con fe viva y con gran recogimiento! ¡Ah! en este caso os digo que podéis alimentar en el fon¬do de vuestro corazón la dulcísima esperanza de ir derechamente al Paraíso sin parar un instante en las penas del purgatorio. ¡A Misa, pues, a Misa! y sobre todo que vuestros labios no pronuncien jamás esta proposición escandalosa: "Una Misa más o menos poco importa".

4.    Tercera obligación: Acción de gracias a Dios por los beneficios recibidos.

12. La tercera obligación que tenemos para con Dios es la de darle gracias por los inmensos benefi-cios que debemos a su amor y a su liberalidad. Repasa con tu entendimiento todos los favores que has recibido de Dios, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia: el cuerpo y sus sentidos, el alma y sus potencias, la salud y la vida, que todo lo debemos a su infinita bondad. Añade a éstos la misma vida de Jesús, su Hijo, su misma muerte sufrida por nosotros, y conocerás no tener límites nuestra deuda por sus innumerables beneficios.

Ahora bien; ¿cómo podremos jamás corresponder debidamente a tantos beneficios? Si la ley de la gratitud es observada hasta por las fieras, cuya ferocidad natural se cambia alguna vez en un generoso obsequio a su bienhechor, ¿será esta ley menos sagrada para los seres dotados de razón y colmados por Dios de tantas gracias? Sin embargo, nuestra pobreza es tan grande, que no podemos pagar ni el menor de los beneficios que debemos a su liberalidad, porque el menor de ellos, por lo mismo que lo recibimos de una mano tan augusta, y que está acompañado de un amor infinito, adquiere un precio infinito, y nos obliga a un reconocimiento y acción de gracias igualmente infinito. Mas ¡ay! ¡cuan miserables somos! Si el peso de un solo beneficio nos oprime, ¿qué será, cuánto no deberá agobiarnos la incalculable multitud de los favores celestiales?

—Henos, pues, condenados forzosamente a vivir y morir en la ingratitud para con nuestro soberano Bienhechor—. Pero no, consolémonos; pues el santo rey David nos indica ya el medio de satisfacer plenamente esta deuda de gratitud a los beneficios de nuestro Dios. Previendo en espíritu el Divino Sacrificio de nuestros altares, el Profeta Rey proclama abiertamente que nada hay en el mundo que sea capaz de dar a Dios las acciones de gracias que le son debidas, a no ser la Santa Misa. ¿Qué daré yo al Señor en recompensa de los beneficios que me ha hecho? "Quid retribuam Domino ómnibus quae retribuit mihi?". Y dándose a sí mismo la respuesta, dice: Yo elevaré hacia el cielo el cáliz del Salvador: "Calicem salutaris accipiam"; es decir: yo le ofreceré un sacrificio que le será infinitamente agradable, y con esto solo yo satisfaré la deuda que tengo contraída por tantos y tan preciosos beneficios.

Añade que nuestro Divino Redentor ha instituido este sacrificio principalmente con este fin; quiero decir, para manifestar a Dios nuestro reconocimiento y darle gracias. Por eso se le da por antonomasia el nombre de Eucaristía: palabra que significa acción de gracias. El mismo Salvador nos ha manifestado este designio con el ejemplo que nos dio en la última Cena, cuando, antes de pronunciar las palabras de la consagración, dio gracias a su Eterno Padre: Elevatis oculis in coelum, tibi gratias agens. ¡Oh divina acción de gracias, que nos descubre el fin sublime por el que fue instituido este adorable Sacrificio! ¡Qué invitación tan tierna a conformarnos con nuestro Divino Maestro! Todas las veces, pues, que asistimos a la Santa Misa, sepamos aprovecharnos de este inmenso tesoro, y ofrezcámoslo en testimonio de agradecimiento a nuestro Soberano Bienhechor; y tanto más cuanto que todo el Paraíso, la Santísima Virgen, los Ángeles y Santos se regocijan de vernos pagar este tributo de acción de gracias a nuestro augusto Monarca.

13. La venerable Hermana Francisca Farnesia estaba afligida del más vivo sentimiento, viéndose colmada de pies a cabeza de los beneficios divinos, y sin hallar un medio de descargarse de su deuda de gratitud a Dios, satisfaciéndole con una justa recompensa. Un día que se entregaba a estos pensamientos, inspirados por un ardiente amor de Jesús, se le apareció la Santísima Virgen, y colocándole en sus brazos a su Divino Hijo, le dijo: "Tómale; es tuyo, y saca de El todo el provecho posible: con El y sólo con El satisfarás todas tus obligaciones". ¡Oh preciosa Misa, por la cual el Hijo de Dios es depositado, no solamente en nuestros brazos, sino también en nuestras manos y hasta en nuestro corazón, para estar enteramente a disposición nuestra: "Parvulus enim natus est nobis".

Con El, pues, con El solo podemos sin duda alguna satisfacer por completo la deuda de gratitud que tenemos con Dios. Aún diré mucho más. Si fijamos bien nuestra atención, veremos que en la Santa Misa damos a Dios, en cierta manera, más de lo que El nos ha dado, si no en realidad, a lo menos en apariencia, porque el Padre Eterno, no nos dio a su Divino Hijo más que una sola vez, en la Encarnación, mientras que nosotros se lo ofrecemos infinitas veces por medio de este Sacrificio. Parece, pues, que le ganamos en cierto modo, si no por la cualidad del don, puesto que no es posible que lo haya más excelente que el Hijo de Dios, a lo menos por las apariencias, en tanto que ofrecemos este don repetidas veces.

¡Oh gran Dios! ¡Oh Dios de amor! ¡Quién tuviere infinitas lenguas para daros acciones de gracias infinitas por el inmenso tesoro con que nos habéis enri¬quecido en la Santa Misa! —¿Y cuáles son ahora ¡Oh cristiano lector! tus sentimientos? ¿Has abierto al fin los ojos y reconocido el precio de este tesoro? Si hasta aquí ha sido para ti un tesoro escondido, ahora que comienzas a apreciarlo, ¿podrás prescindir de excla¬mar en medio de la admiración más profunda: ¡Ah! ¡Qué inmenso tesoro! ¡Qué precioso tesoro!?

5.   Cuarta obligación: Implorar nuevas gracias

14. No se limita a lo dicho la inmensa utilidad del santo sacrificio de la Misa. Por ello podemos, ade-más, satisfacer la obligación que tenemos para con Dios de implorar su asistencia y pedirle nuevas gracias. Ya sabes cuan grandes son tus miserias, así corporales como espirituales, y cuánto necesitas, por consiguiente, recurrir a Dios para que te asista y no cese de socorrerte a cada instante, puesto que es el Autor y principio de todo bien, en el tiempo y en la eternidad. Pero, por otra parte, ¿con qué título y con qué confianza te atreverías a pedir nuevos beneficios, en vista de la excesiva ingratitud con que has corres-pondido a tantos favores que te ha concedido, hasta el extremo de haberlos convertido contra El mismo para ofenderlo? Sin embargo, no te desanimes, porque si no eres digno de nuevos beneficios por méritos propios, alguien los ha merecido para ti. Nuestro buen Salvador ha querido con este fin ponerse sobre el altar en el estado de Hostia pacífica, o sea un sacrificio impetratorio, para en él alcanzarnos de su Eterno Padre todo aquello de que tenemos necesidad. Sí, nuestro dulce y muy amado Jesús, en su calidad de primero y supremo Pontífice, recomienda en la Misa a su Padre celestial nuestros intereses, pide por nosotros y se constituye abogado nuestro.

Si supiéramos que la Santísima Virgen unía sus ruegos a los nuestros para alcanzar del Eterno Padre las gracias que deseamos, ¿qué confianza no tendríamos de ser escuchados? ¿Qué confianza, pues, y aun qué seguridad debemos experimentar, si pensamos que el mismo Jesús intercede en la Misa por nosotros, que ofrece su sacratísima Sangre al Eterno Padre en nuestro favor, y que se hace abogado nuestro? ¡Oh preciosísima Misa, principio y fuente de todos los bienes!

15. Pero es preciso profundizar más en esta mina, para descubrir todos los tesoros que encierra. ¡Ah! ¡Qué dones tan preciosos, qué gracias y virtudes nos alcanza la Santa Misa! En primer lugar, nos proporciona todas las gracias espirituales, todos los bienes que se refieren al alma, como el arrepentimiento de nuestros pecados, la victoria en nuestras tentaciones, ya sean exteriores, como las malas compañías o el demonio, ya sean interiores, como los desórdenes de nuestra carne rebelde: la Misa nos alcanza los socorros actuales, tan necesarios para levantarnos, para sostenernos y hacernos adelantar en los caminos de Dios.

La Misa nos obtiene muchas buenas y santas inspiraciones, muchos saludables movimientos interiores, que nos disponen a sacudir nuestra tibieza y nos mueven a ejecutar todas nuestras acciones con más fervor, con una voluntad más pronta, con una intención más recta y pura, lo cual nos proporciona un tesoro inestimable de méritos, que son otros tantos medios eficacísimos, para alcanzar la gracia de la perseverancia final, de la que depende nuestra salvación eterna, y para tener una certeza moral, la mayor posible de esta vida, de estar predestinados a una feliz eternidad.

Además, la Santa Misa nos alcanza también todos los bienes temporales, en tanto que puedan contribuir a nuestra salvación, como son la salud, la abundancia de los frutos de la tierra y la paz; preservándonos a la vez de todos los males que se oponen a estos bienes, como de enfermedades contagiosas, temblores de tierra, guerras, hambre, persecuciones, pleitos, enemistades, pobreza, calumnias e injurias: en suma, de todos los males que son el azote de la humanidad; en una palabra, la Santa Misa es la llave de oro del paraíso: y cuando nos la da el Padre Eterno, ¿qué bienes podrá rehusarnos? El, que no perdonó a su propio Hijo, según expresión del Apóstol San Pablo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos donó con El todos sus bienes? "Qui etiam proprio Filio suo non pepercit, sed pro nobis ómnibus traditit illum: quomodo non etiam cum illo omnia nobis donavit?".

Ved, pues, con cuánta razón acostumbraba a decir un virtuoso sacerdote, que aun cuando pidiese a Dios cualquier favor para sí o para otro, al celebrar la Santa Misa, siempre se le figuraba que nada pedía, si comparaba las gracias que solicitaba de Dios con la ofrenda que le hacía. He aquí cuál era su razonamiento. Las gracias y favores que yo pido a Dios en la Santa Misa, son bienes finitos y creados, mientras que los dones que yo le presento son increados e inmensos, y por consiguiente, todo bien pesado, yo soy el acreedor y Dios el deudor. En esta confianza pedía y alcanzaba muchas gracias del Señor. (Ossor. Conc. 8, t. 4). Ea, pues, ¿cómo no te despiertas? ¿por qué no pides grandes beneficios?

Si quieres seguir mi consejo, pide a Dios en todas las Misas que haga de ti un gran santo. ¿Te parece mucho esto? Pues yo creo que no es mucho. ¿No es el mismo divino Maestro quien nos asegura en su Evangelio, que por un vaso de agua dado por su amor nos recompensará con el paraíso? ¿Cómo, pues, en retorno de la ofrenda que le hacemos de toda la sangre de su amadísimo Hijo, no nos daría cien paraísos si los hubiera? ¿Y cómo será posible dudar que no esté dispuesto a concederte todas las virtudes y la perfección necesaria para llegar a ser santo, y un gran santo en el cielo? ¡Oh bendita Misa! Ensancha, pues, animosamente tu corazón, y pide grandes cosas, considerando que te diriges a un Ojos que no se empobrece dando, y que cuanto más pidas más alcanzarás.

6.    Por la Santa Misa alcanzamos aun aquellas gracias que no pedimos

16. ¿Lo creerías? Además de los bienes que pedimos en la Santa Misa, nuestro buen Dios nos con-cede otros muchos que no pedimos. Así nos lo dice San Jerónimo con las palabras siguientes: "Sin duda alguna Dios nos concede todas las gracias que le pedimos en la Misa, si nos conviene: y lo que todavía es más admirable, nos concede muy frecuentemente aun aquello que no le pedimos, con tal que por nuestra parte no pongamos obstáculos a su generosidad". "Absque dubio dat nobis Dominus quod in Missa petimus; et quod magis est saepe dat quod non petimus". (Div. Hieronym). De esta suerte, bien puede decirse que la Misa es el sol del género humano, que extiende sus rayos sobre buenos y malos, y que no hay en el mundo una sola alma, por perversa que sea, que no saque algún provecho de la asistencia al santo sacrificio de la Misa, y muchas veces sin pensar en ello ni aun hacer súplica alguna. (S. Hier., Cap. cum Mart. de celebr. Miss.).

Escucha el suceso siguiente, que tuvo lugar en circunstancias bien memorables, según nos lo refiere San Antonino, arzobispo de Florencia. Dos jóvenes, bastante libertinos, salieron juntos un día a una partida de caza. Uno de ellos había asistido antes a la Santa Misa, el otro no. Estando ya en camino, se levantó de repente una violenta tempestad, y en medio de los truenos y relámpagos, oyeron una voz que clamaba: "¡Hiere, hiere!" y luego cayó un rayo y mató al que no había oído Misa en aquel día. Aterrado y fuera de sí el compañero, buscaba dónde salvar su vida, cuando oyó nuevamente la misma voz que repetía: "¡Hiere, hiere!" Ya el infeliz aguardaba la muerte, que creía inevitable, mas pronto fue consolado por otra voz que respondió: "No puedo, porque oyó en el día de hoy el “Verbum caro factum est". La Misa, pues, a que había asistido aquella mañana, lo preservó de una muerte tan terrible y espantosa.

¡Ah, cuántas veces el Señor os ha preservado de la muerte o de muy graves peligros por virtud de la Santa Misa que habíais oído! San Gregorio el Grande así lo afirma en su 4.° Diálogo: Per auditionem Missae homo liberatur a multis malis et periculis. Es indiscutible, dice este sabio Pontífice, que el que asiste a la Misa será librado de muchos males y peligros hasta imprevistos.

Más aún: según enseña San Agustín, será preservado de una muerte repentina, que es el golpe más terrible que los pecadores deben temer de la Justicia divina. He aquí, pues, conforme a la doctrina del Santo Obispo de Hipona, una admirable prevención contra el peligro de muerte repentina: oír todos los días la Santa Misa, y oiría con la mayor atención posible. El que tenga cuidado de prevenirse con esta salvaguardia tan eficaz, puede estar seguro que no le sucederá tan espantosa desgracia.

Hay una opinión singular, que algunos atribuyen a San Agustín, a saber: que mientras una persona asiste a la Misa no envejece, sino que, durante este tiempo, se conserva en el mismo grado de fuerza y de vigor que tenía al principio de la Santa Misa. No me fatigaré por saber si esto es o no verdad; sin embargo, afirmo que si el que oye Misa envejece en cuanto a la edad, como dice San Gregorio, el que asiste a la Santa Misa con devoción, se conserva en la buena vida, crece constantemente en mérito y en gra¬cia, y adquiere nuevas virtudes que le hacen más y más agradable a su Dios.

A todo lo dicho añade San Bernardo que se gana más oyendo una sola Misa con devoción (entiéndase en cuanto a su valor intrínseco), que distribuyendo todos los bienes a los pobres y marchando en peregrinación a todos los santuarios más venerados del mundo. ¡Oh riquezas inmensas de la Santa Misa! Medita serenamente ante esta verdad: oyendo o celebrando dignamente una sola Misa, considerado el acto en sí mismo y con relación a su valor intrínseco, se puede merecer más que si uno dedicase todas sus riquezas al socorro de los pobres, más que si fuese en peregrinación hasta el fin del mundo, más que si visitase con la mayor devoción los santuarios de Jerusalén, de Roma, de Santiago de Galicia, de Loreto y otros. Dedúcese esta doctrina de lo que enseña el angélico doctor Santo Tomás, cuando dice: "Que una Misa encierra todos los frutos, todas las gracias y todos los tesoros que el Hijo de Dios repartió en su Esposa la Santa Iglesia por medio del cruento sacrificio de la cruz": In qualibet Missa.

Detente aquí un instante, cierra el libro y no leas más, pero reúne en tu entendimiento todas estas utilidades tan preciosas que nos proporciona la Santa Misa, medítalas atentamente, y después dime: ¿Tendrás todavía dificultad alguna en conceder que una sola Misa (abstracción hecha de nuestras disposiciones, y sólo en cuanto a su valor intrínseco) tiene tal eficacia que, según afirman muchos Doctores, bastaría para salvar todo el género humano? Figúrate, por ejemplo, que Nuestro Señor Jesucristo no hubiese sufrido la muerte en el Calvario, y que en lugar del sangriento sacrificio de la cruz hubiese instituido solamente el de la Misa, y con precepto expreso de no celebrar más que una en el mundo.

Pues bien, admitida esta suposición, tan entendido que esta sola Misa, celebrada por el sacerdote más pobre del mundo, hubiera sido más que suficiente, considerada en sí misma y en cuanto al mérito de la obra exterior, para alcanzar la salvación de todas las criaturas. Sí, sí, no me canso de repetirlo, una sola Misa, en la anterior hipótesis, bastaría para merecer la conversión de todos los mahometanos, de todos los herejes, de todos los cismáticos, en una palabra, de todos los infieles y malos cristianos: bastaría para cerrar las puertas del infierno a todos los pecadores y sacar del purgatorio a todas las almas que están allí detenidas.

¡Oh, qué desdichados somos! ¡Cuánto restringimos la esfera de acción del santo sacrificio de la Mi-sa! ¡Cuánto pierde de su eficacia provechosa por nuestra tibieza, por nuestra indevoción, y por las es-candalosas inmodestias que cometemos asistiendo a ella! Que no pueda yo colocarme a una elevada altura para hacer oír mi voz en todo el mundo exclamando: "Pueblos insensatos, pueblos extraviados, ¿qué hacéis? ¿Cómo no corréis a los templos del Señor para asistir sensatamente al mayor número de Misas que os sea posible? ¿Cómo no imitáis a los Santos Ángeles, quienes, según el pensamiento del Crisóstomo, al celebrarse la Santa Misa bajan a legiones de sus celestes moradas, rodean el altar cubriéndose el rostro con sus alas por respeto, y esperan el feliz momento del Sacrificio para interceder más eficazmente por nosotros?"

Porque ellos saben muy bien que aquél es el tiempo más oportuno, la coyuntura más favorable para alcanzar todas las gracias del cielo. ¿Y tú? ¡Ah! Avergüénzate de haber hecho hasta hoy tan poco aprecio de la Santa Misa. Pero, ¿qué digo? Llénate de confusión por haber profanado tantas veces un acto tan sagrado, especialmente si fueses del número de aquéllos que se atreven a lanzar esta proposición temeraria: Una Misa más o menos poco importa.

7.  La Santa Misa proporciona un gran alivio a las almas del purgatorio

17. Para concluir y dar fin a esta instrucción, te haré notar que no sin razón te dije más arriba, que una sola Misa, considerado el acto en sí mismo, y en cuanto a su valor intrínseco, bastaría para sacar todas las almas del purgatorio y abrirles las puertas del cielo. En efecto, la Misa es útil a las almas de los fieles difuntos, no solamente como Sacrificio satisfactorio, ofreciendo a Dios la satisfacción que ellas deben cumplir por medio de sus tormentos, sino también como impetratorio, alcanzándoles la remisión de sus penas. Tal es la práctica de la Santa Iglesia, que no se limita a ofrecer el sacrificio por los difuntos, sino que además ruega por su libertad.

A fin, pues, de excitar tu compasión en favor de estas almas santas, ten entendido que el fuego en que están sumergidas es tan abrasador, que, según pensamiento de San Gregorio, no cede en actividad al fuego del infierno, y que, como instrumento de la divina Justicia, es tan vivo, que causa tormentos insufribles y más violentos que todos los que han sufrido los Mártires y cuanto el humano entendimiento puede concebir. Pero lo que más les aflige todavía, es la pena de daño; porque, como enseña el Doctor Angélico, privadas de ver a Dios, no pueden contener la ardiente impaciencia que experimentan de unirse a su soberano Bien, del que se ven constantemente rechazadas.

Entra ahora dentro de ti mismo, y hazte la siguiente reflexión. Si vieses a tus padres en peligro de ahogarse en un lago, y que con alargarles la mano los librabas de la muerte, ¿no te creerías obligado a hacerlo por caridad y no por justicia? ¿Cómo es posible, pues, que veas a la luz de la fe tantas pobres almas, quizás las de tus parientes más cercanos, abrasarse vivas en un estanque de fuego, y rehúses imponerte la pequeña molestia de oír con devoción una Misa para su alivio? ¿Qué corazón es el tuyo? ¿Quién podrá dudar que la Santa Misa alivia a estos pobres cautivos? Para convencerte, basta que prestes fe a la autoridad de San Jerónimo. El te enseñará claramente que, "cuando se celebra la Misa por un alma del purgatorio, aquel fuego tan abrasador suspende su acción, y el alma cesa de sufrir todo el tiempo que dura la celebración del Sacrificio". (S. Hier., c. cum Mart. de celebr. Miss.). El mismo Santo Doctor afirma también que por cada Misa que se dice, muchas almas salen del purgatorio y vuelan al cielo.

Añade a esto que la caridad que tengas con los difuntos redundará enteramente en favor tuyo. Pudiérase confirmar esta verdad con innumerables ejemplos; pero bastará citar uno, perfectamente autén-tico, que sucedió a San Pedro Damiano. Habiendo perdido este Santo a sus padres en la niñez, quedó en poder de uno de sus hermanos, que lo trató de la manera más cruel, no avergonzándose de que anduviese descalzo y cubierto de harapos. Un día encontró el pobre niño una moneda de plata. ¡Cuál sería su alegría creyendo tener un tesoro! ¿A qué lo destinaría? La miseria en que se hallaba le sugería muchos proyectos; pero después de haber reflexionado bien, se decidió a llevar la moneda a un sacerdote para que ofreciese el sacrificio de la Misa para las almas del purgatorio. ¡Cosa admirable! Desde este momento la fortuna cambió completamente en su favor. Otro de sus hermanos, de mejor corazón, lo recogió, tratándolo con toda la ternura de un padre. Lo vistió decentemente y lo dedicó al estudio, de suerte que llegó a ser un personaje célebre y un gran Santo. Elevado a la púrpura, fue el ornamento y una de las más firmes columnas de la Iglesia. Ve, pues, cómo una sola Misa que hizo celebrar a costa de una ligera privación, fue para él principio de utilidades inmensas.

¡Oh, bendita Misa, que tan útil eres a la vez a los vivos y a los muertos en el tiempo y en la eternidad! En efecto, estas almas santas son tan agradecidas a sus bienhechores, que, estando en el cielo, se constituyen allí sus abogadas, y no cesan de interceder por ellos hasta verlos en posesión de la gloria. En prueba de esto voy a referirte lo que le sucedió a una mujer perversa que vivía en Roma. Esta desgraciada, habiendo olvidado enteramente el importantísimo negocio de su salvación, no trataba más que de satisfacer sus pasiones, sirviendo de auxiliar al demonio para corromper la juventud. En medio de sus desórdenes todavía practicaba una buena obra, y era mandar celebrar en ciertos días la Santa Misa por el eterno descanso de las almas benditas del purgatorio. Efecto de las oraciones de estas almas santas, como se cree piadosamente, sintióse un día aquella infeliz mujer sorprendida por un dolor de sus pecados tan amargo, que de repente, y abandonando el infame lugar donde se encontraba, fue a postrarse a los pies de un celoso sacerdote para hacer su confesión general.

Al poco tiempo murió con las mejores disposiciones y dando señales de las más ciertas de su predestinación. ¿Y a qué podremos atribuir esta gracia prodigiosa, sino al mérito de las Misas que ella hacía celebrar en alivio de las almas del purgatorio? Despertemos, pues, del letargo de nuestra indevoción, y no permitamos que los publícanos y mujeres perdidas se nos adelanten en conseguir el reino de Dios (Mt. 21,31).

Si fueses del número de aquellos avaros, que no solamente quebrantan las leyes de la caridad descuidando la oración por sus difuntos y no oyendo, al menos de tiempo en tiempo, una Misa por estas pobres almas, sino que, hollando los sagrados fueros de la justicia, rehúsan satisfacer los legados piadosos y hacer celebrar las Misas fundadas por sus antepasados o que, siendo sacerdotes, acumulan un considerable número de limosnas, sin pensar en la obligación de cumplirlas a tiempo, ¡ah! avivado entonces por el fuego de un santo celo, te diré cara a cara: Retírate, porque eres peor que un demonio; porque los demonios al fin sólo atormentan a los réprobos, pero tú atormentas a los predestinados; los demonios emplean su furor con los condenados, pero tú descargas el tuyo sobre los elegidos y amigos de Dios. No, ciertamente: no hay para ti confesión que valga, ni confesor que pueda absolverte, mientras no hagas penitencia de tal iniquidad y no llenes cumplidamente tus obligaciones con los muertos. Pero, Padre mío, dirá alguno, yo no tengo medios para ello... no me es posible... ¿Conque no puedes? ¿Conque no tienes medios? ¿Y te faltan por ventura para brillar en las fiestas y espectáculos del mundo? ¿Te faltan recursos para un lujo excesivo y otras superfluidades? ¡Ah! ¿Tienes medios para ser prodigo en tu comida, en tus diversiones y placeres y... quizás en tus desórdenes escandalosos?

En una palabra, ¿tienes recursos para satisfacer tus pasiones, y cuando se trata de pagar tus deudas a los vivos, y lo que aún es más justo, a los difuntos, no tienes con qué satisfacerlas? ¿No puedes disponer de nada en su favor? ¡ Ah! te comprendo: es que no hay en el mundo quien examine esas cuentas, y te olvidas en este asunto de que te las ha de tomar Dios.

Continúa, pues, consumiendo la hacienda de los muertos, los legados piadosos, las rentas destinadas al Santo Sacrificio; pero ten presente que hay en las Santas Escrituras una amenaza profética registrada contra ti; amenaza de terribles desgracias, de enfermedades, de reveses de fortuna, de males irreparables en tu persona y en tu reputación. Es palabra de Dios, y antes que ella deje de cumplirse faltarán los cielos y la tierra.

La ruina, la desgracia y males irremediables descargarán sobre las casas de aquéllos que no satisfacen sus obligaciones para con los muertos. Recorre el mundo, y sobre todo los pueblos cristianos, y verás muchas familias dispersas, muchos establecimientos arruinados, muchos almacenes cerrados, muchas empresas y compañías en suspensión de pagos, muchos negocios frustrados, quiebras sin número, inmensos trastornos y desgracias sin cuento. Ante este cuadro tristísimo exclamarás sin duda: ¡Pobre mundo, infeliz sociedad! Ahora bien, si buscas el origen de todos estos desastres, hallarás que una de las causas principales es la crueldad con que se trata a los difuntos, descuidando el socorrerlos como es debido, y no cumpliendo los legados piadosos: además, se cometen una infinidad de sacrilegios, es profanado el Santo Sacrificio, y la casa de Dios, según la enérgica expresión del Salvador, es convertida en cueva de ladrones. Y después de esto, ¿quién se admirará de que el cielo envíe sus azotes, el rayo, la guerra, la peste, el hambre, los temblores de tierra y todo género de castigos? ¿Y por qué así? ¡Ah! Devoraron los bienes de los difuntos, y el Señor descargó sobre ellos su pesado brazo: "Lingua eorum et adinventiones eorum contra Dominum. (...) Vae animae eorum, quoniam reddita sunt eis mala". Con razón, pues, el cuarto Concilio de Cartago declaró excomulgados a estos ingratos, como verdaderos homicidas de sus prójimos; y el Concilio de Valencia ordenó que se los echase de la Iglesia como a infieles.

Todavía no es éste el mayor de los castigos que Dios tiene reservado a los hombres sin piedad para con sus difuntos: los males más terribles les esperan en la otra vida. El Apóstol Santiago nos asegura que el Señor juzgará sin misericordia, y con todo el rigor de su justicia, a los que no han sido misericordiosos con sus prójimos vivos y muertos: "Iucicium enim sine misericordia illi qui non fecit misericordiam". El permitirá que sus herederos les paguen en la misma moneda, es decir, que no se cumplan sus últimas disposiciones, que no se celebren por sus almas las Misas que hubiesen fundado, y, en el caso de que se celebren, Dios Nuestro Señor, en lugar de tomarlas en cuenta, aplicará su fruto a otras almas necesitadas que durante su vida hubiesen tenido compasión de los fieles difuntos. Escucha el siguiente admirable suceso que se lee en nuestras crónicas, y que tiene una íntima conexión con el punto de doctrina que venimos explicando.

Aparecióse un religioso después de muerto a uno de sus compañeros, y le manifestó los agudísimos dolores que sufría en el purgatorio por haber descuidado la oración en favor de los otros religiosos difuntos, y añadió que hasta entonces ningún socorro había recibido, ni de las buenas obras practicadas, ni de las Misas que se le habían celebrado para su alivio; porque Dios, en justo castigo de su negligencia, había aplicado su mérito a otras almas que durante su vida habían sido muy devotas de las del purgatorio. Antes de concluir la presente instrucción, permíteme que arrodillado y con las manos juntas te suplique encarecidamente, que no cierres este pequeño libro sin haber tomado antes la firme resolución de hacer en lo sucesivo todas las diligencias posibles para oír y mandar celebrar la Santa Misa, con tanta frecuencia como tu estado y ocupaciones lo permitan.

Te lo suplico, no solamente por el interés de las almas de los difuntos, sino también por el tuyo, y esto por dos razones: primera, a fin de que alcances la gracia de una buena y santa muerte, pues opinan constantemente los teólogos que no hay medio tan eficaz como la Santa Misa para conseguir este dichoso término. Nuestro Señor Jesucristo reveló a Santa Matilde, que aquél que tuviese la piadosa costumbre de asistir devotamente a la Santa Misa, sería consolado en el instante de la muerte con la presencia de los Ángeles y Santos, sus abogados, que le protegerían contra las acechanzas del infierno. ¡Ah! ¡Qué dulce será tu muerte si du¬rante la vida has oído Misa con devoción y con la mayor frecuencia posible!

La segunda razón que debe moverte a asistir al Santo Sacrificio es la seguridad de salir más pronto del purgatorio y volar a la patria celestial. Nada hay en el mundo como las indulgencias y la Santa Misa para alcanzar el precioso favor, la gracia especial de ir derechamente al cielo sin pasar por el purgatorio, o al menos sin estar mucho tiempo en medio de sus abrasadoras llamas. En cuanto a las indulgencias, los Sumos Pontífices las concedieron pródigamente a los que asisten con devoción a la Santa Misa. En cuanto a la eficacia de este Divino Sacrificio para apresurar la libertad de las almas del purgatorio, creemos haberla demostrado suficientemente en las páginas anteriores. En todo caso, y para convencernos de ello, debiera bastar el ejemplo y autoridad del Venerable Juan de Ávila.

Hallábase en los últimos instantes de su vida este gran Siervo de Dios, que fue en su tiempo el oráculo de España, y preguntado qué era lo que más ocupaba su corazón, y qué clase de bien sobre todo deseaba se le proporcionase después de su muerte. "Misas, respondió el Venerable moribundo. Misas, Misas".

Sin embargo, si me lo permites, te daré con este motivo y de muy buena gana, un consejo que creo importantísimo, y es: que durante tu vida, y sin confiar en tus herederos, tengas cuidado de hacer que se celebren aquellas Misas que desearías se celebrasen después de tu muerte, y tanto más, cuanto que San Anselmo nos enseña que una sola Misa oída o celebrada por las necesidades de nuestra alma mientras vivimos, nos será más provechosa que mil celebradas después de nuestra muerte.

Así lo había comprendido un rico comerciante de Genova que, hallándose en el artículo de la muerte, no tomó disposición alguna para el alivio de su alma. Todos se admiraban de que un hombre tan opulento, tan piadoso y caritativo con todo el mundo, fuese tan cruel consigo mismo. Pero al proceder, después de su muerte, al examen de sus papeles, se encontró un libro en donde había anotado todas las obras de caridad que había practicado por la salvación de su alma.

"Para Misas que hice celebrar por
mi alma   .....................
"Para dotes de doncellas pobres .. "Para el Santo Hospital   ........
2,000 liras
10,000 liras
200, etc."

Al fin de este libro leíase la máxima siguiente: "Aquel que desee el bien, hágaselo a sí mismo mien-tras vive, y no confíe en los que le sobrevivan". En Italia es muy popular este proverbio: "Más alumbra una vela delante de los ojos, que una gran antorcha a la espalda". Aprovéchate, pues, de este saludable aviso, y después de haber meditado prudentemente sobre la excelencia y utilidades de la Santa Misa, avergüénzate de la ignorancia en que has vivido hasta aquí, sin haber hecho el aprecio debido de un tesoro tan grande, que fue para ti ¡ay! un tesoro escondido. Ahora que conoces su valor, destierra de tu espíritu, y más todavía de tus discursos, estas proposiciones escandalosas y que saben a ateísmo:

—  Una Misa más o menos poco importa.

—  No es poca cosa oír Misa los días de obligación.

—  La Misa de tal sacerdote es una Misa de Semana Santa, y cuando lo veo acercarse a altar, me escapo de la iglesia.

Renueva, además, el saludable propósito de oír la Santa Misa con la mayor frecuencia y devoción posibles, a cuyo fin podrás servirte, con mucha utilidad, del siguiente método práctico que voy a exponer.
2:40:00 a.m.

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