El padre Chinchachoma: un barcelonés, padre de los niños de la calle en Méjico

Javier Garralda Alonso

Sólo podremos dar unas breves pinceladas (para quien quiera profundizar en su apasionante vida, en el texto nos referimos a tres libros). Se llamaba Alejandro García-Durán de Lara y nació en Barcelona el año 1935. Aunque en Méjico, su tierra de adopción, era más bien conocido por el Padre Chinchachoma (“cabeza pelada”).

Ingresó en la orden de los escolapios con 18 años. Él mismo cuenta que saliendo con una chica que le gustaba, en Barcelona, siente la llamada de Dios y pasando el tiempo en la compañía invisible del Señor llega tarde a casa, pero agradece que su padre no le riñera ese día y no estropease así esas horas de felicidad.

Le pide a Dios que le conceda ocuparse de los niños (Ver El Cielo que tú me das, por Mª del Socorro Altamirano, 2005). Y el Señor le escuchó y le hizo más adelante padre de un ejército de niños abandonados, los chicos de la calle, los “callejeros”, en Méjico.

En 1961, en la orden de los escolapios, es ordenado sacerdote (ver Obras Completas, de Alejandro García-Durán, 2012). Tomó parte muy activa en la ayuda en Tarrasa a las víctimas de las graves inundaciones de 1962 e impulsó la construcción de casas e infraestructuras para los damnificados. (Ver Chinchachoma, por D. Turón y P. García-Sedas, 2008).

Más tarde llega a Méjico (1972) y en 1974 inicia con un solo niño que recoge en su comunidad lo que serán los hogares-providencia para niños “callejeros”, que serán prácticamente su propio hogar compartiendo en todo la vida de los niños de la calle.

Para comprender de qué abismo salen estos “callejeros”, los “chavos”, contemos una experiencia: Un día, en una iglesia, uno de los niños pregunta al padre de quién es una imagen y el padre le contesta: “de la Virgen María, tu madre del Cielo”. Y el niño con gesto dolorido exclama: “otra no”: No resulta difícil adivinar que su madre terrena lo maltrataba duramente: Se trata de niños vendidos, maltratados, encaminados a la droga, prostituidos, violados, para los que la calle, con su dureza, es una relativa liberación.

El P. Chinchachoma es realmente un padre para sus “chavos”. En una ocasión, una niña llorando le cuenta que le han escupido. Y él la abraza y le felicita efusivamente como si hubiera recibido un regalo, diciéndole: “Has ingresado en el club más selecto, en el mejor, pues a Cristo le escupieron” (cito de memoria).

Él fiaba en la providencia de Dios y compartía todo con sus niños desheredados. Cuando era un día de una fiesta especial les invitaba a comer a uno de los mejores restaurantes al que iba sin dinero, pero normalmente algún comensal le mandaba un recado: “Dígale al Padre que todo está pagado”. Cuentan que nunca les faltó comida en sus hogares a pesar de que los niños acogidos se multiplicaron.

Fue incomprendido y perseguido, a veces llegaba herido al hogar, pero no quería decir quién había sido: “ya les he perdonado”. Amaba a todo el mundo, como Jesús, incluso, y especialmente, a sus enemigos. Fue calumniado y trataron de condenarle, aunque uno de los chavos al que quisieron comprar para que declarara falsamente contra él se negó, seguramente porque le consideraba su padre.

Por obediencia regresó a España, pero no pasó mucho tiempo sin que regresara a Méjico con sus chavos.

De sus niños acogidos muchos lograron estudiar y son excelentes profesionales, que recuerdan al P. Alejandro como un verdadero padre; los testimonios de sus “hijos” son realmente conmovedores. Cuando un chavo recaía en la droga o robaba, etc. nunca los castigaba sino que blandiendo su cinturón se auto-flagelaba diciendo que castigaba al mundo cruel en sus carnes, y los chavos lloraban y se regeneraban mucho más que con el más elocuente discurso.

Fallece en 1999, de repente, en un aeropuerto de Colombia donde había ido a ayudar a los niños marginados de ese país. Una oleada de cariño, dolor y oración acompañó su óbito con 64 años. Los tíos y tías, colaboradores, nos han dejado entrañables testimonios (destaquemos el ya citado de Mª Socorro Altamirano).

Ya queda claro que la fuente de su incansable entrega a los callejeros era su fe. Era una fe torrencial, y, por ese desbordamiento, en sus palabras a veces bordea la falta de respeto y la blasfemia. Su grito desgarrado a Dios es amor, amor al mismo Dios, a Cristo, y amor hasta dar la vida por esos niños no amados, enfrentados desde su corta infancia a una dureza inhumana.

Y en su último escrito, llegado providencialmente hasta nosotros, realizado durante su estancia en una comunidad escolapia en Roma, nos trasmite serenidad y nos lega una teología escrita con el corazón, que termina con un “Dios, todo lo has hecho bien”, lo que ejemplifica antes con su diálogo con Dios en que le pregunta: ¿Por qué no hiciste un mundo perfecto? Y Dios le responde: “Entonces tú no existirías”. Así Dios porque los ama permite su vida imperfecta y la vida rota de sus chavos, los cristos escupidos, vendidos, los cristos rotos. Y Cristo, sufriendo más que nadie, se hace responsable de esos niños víctimas de una sociedad que se juzga buena. Dios se abaja y se hace responsable de las víctimas de este mundo cruel. Y amando a estos cristos rotos se ama a Cristo y con Él al Padre Santo, en el Espíritu de Amor.

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