Los milagros de San Francisco de Asís: Ciegos que recuperan la vista


1. En el convento de hermanos menores de Nápoles vivió ciego durante muchos años un hermano llamado Roberto. Se extendió sobre sus ojos una excrecencia carnosa que le impedía el movimiento y el uso de los párpados.

Habiéndose reunido en aquel convento muchos hermanos forasteros que se dirigían a diversas partes del mundo, el bienaventurado padre Francisco, espejo de santa obediencia, para animarlos al viaje con la novedad de un milagro, ante la presencia de todos curó a dicho hermano del modo siguiente.

Una noche en que el mencionado hermano estaba postrado en el lecho enfermo y en trance de muerte, hasta el punto de habérsele hecho la recomendación del alma, de pronto se le presentó el bienaventurado Padre junto con otros tres hermanos, perfectos en toda santidad, a saber, San Antonio, el hermano Agustín (cf LM 14,6) y el hermano Jacobo de Asís (cf. 2 Cel 217), que así como le habían seguido perfectamente mientras vivieron en la tierra, así también le seguían fielmente después de la muerte.

Tomando San Francisco un cuchillo, cortó la excrecencia carnosa, le devolvió la visión primitiva y le arrancó de las fauces de la muerte, diciéndole: «Hijo mío Roberto, esta gracia que te he dispensado es para los hermanos que parten a lejanos países señal de que yo iré delante de ellos y guiaré sus pasos. Vayan, pues, contentos, y cumplan con ánimo gozoso la obediencia que se les ha impuesto».

2. Había una mujer ciega en Tebas, en Romania [Grecia], que, habiendo ayunado a pan y agua en la vigilia de la fiesta de San Francisco, en la mañana de la fiesta fue conducida por su marido a la iglesia de los hermanos menores. Al tiempo que se celebraba la misa, en el momento de la elevación del cuerpo de Cristo, abrió los ojos, vio claramente y adoró devotísimamente. En este momento de la adoración exclamó en alta voz y dijo: «Gracias a Dios y a su santo, porque veo el cuerpo de Cristo». Y todos prorrumpieron en aclamaciones de alegría.

Concluida la sagrada función, volvió la mujer a su casa embargada espiritualmente por el gozo y con la luz en los ojos. Gozábase aquella mujer no sólo por haber recobrado la vista material, sino también porque, antes de nada, por los méritos de San Francisco y en virtud de la fe, había merecido contemplar aquel admirable sacramento que es la luz viva y verdadera de las almas.

3. Un muchacho de catorce años de Pofi, en la Campania, atacado súbitamente por una angustiosa dolencia, perdió del todo el ojo izquierdo. Por la violencia del dolor salió el ojo de su lugar; y, debido a la relajación del nervio, el ojo estuvo durante ocho días colgado sobre las mejillas con la largura de un dedo y quedó casi seco. Como sólo restaba la amputación y para los médicos resultaba un caso desesperado, el padre del joven se dirigió con toda el alma al bienaventurado Francisco para implorar su auxilio. El incansable abogado de los desgraciados no defraudó las plegarias del suplicante. Porque con maravilloso poder colocó de nuevo el ojo seco en su lugar, le devolvió el primitivo vigor y lo iluminó con los rayos de la apetecida luz.

4. En la población de Castro, en la misma provincia, se desprendió de lo alto una viga de gran peso, y, golpeando muy gravemente la cabeza de un sacerdote, éste quedó ciego del ojo izquierdo. Derribado en tierra, el sacerdote comenzó a llamar angustiosamente a grandes voces a San Francisco, diciendo: «Socórreme, Padre santísimo, para que pueda ir a tu fiesta, como lo prometí a tus hermanos». Era la vigilia de la festividad del Santo.

A continuación de sus palabras se levantó rápidamente, totalmente restablecido, prorrumpiendo en voces de alabanza y de gozo. Todos los circunstantes, que se condolían de su desgracia, fueron embargados por el estupor y el júbilo. Acudió a la fiesta contando a todos la clemencia y el poder del Santo, que había experimentado en sí mismo.

5. Estando un hombre del monte Gargano trabajando en su viña, al cortar con el hacha un madero, golpeó con tan mala fortuna su propio ojo, que lo partió por medio, y como una mitad del mismo pendía al exterior. Perdiendo la esperanza de que en tan extremado peligro pudiese encontrar remedio humano, prometió a San Francisco que, si le socorría, ayunaría en su fiesta. Al momento, el santo de Dios devolvió el ojo a su debido lugar, y, partido como estaba, de tal manera lo rejuntó de nuevo, que el hombre recuperó la visión perdida y no le quedó la más leve huella de la lesión.

6. El hijo de un noble varón, ciego de nacimiento, recibió, por los méritos de San Francisco, la luz deseada. A partir de este suceso, y en memoria del mismo, se le conoció con el nombre de Iluminado (cf. LM 13,4).

Más tarde, al alcanzar la edad conveniente, agradecido del beneficio recibido, ingresó en la Orden del bienaventurado Francisco. Progresó tanto en la luz de la gracia y de la virtud, que parecía un hijo de la luz verdadera. Por último, por los méritos del bienaventurado Padre, coronó los santos principios con un fin más santo todavía.

7. En Zancato, que es una población que está junto a Anagni, un caballero llamado Gerardo había perdido totalmente la luz de los ojos. Sucedió que, viniendo de lejanas tierras dos hermanos menores, llegaron a su casa buscando hospedaje. Recibidos devotamente por toda la familia por reverencia a San Francisco y tratados con todo cariño, dando gracias a Dios y al señor que les había acogido, se encaminaron al próximo lugar de los hermanos.

Una noche se apareció el bienaventurado Francisco en sueños a uno de ellos, diciéndole: «Levántate, date prisa y vete con tu compañero a la casa del señor que os hospedó, puesto que recibió a Cristo y a mí en vosotros; quiero recompensarle su gesto de caridad. Quedó ciego ciertamente porque lo mereció por sus culpas, que no procuró expiar con la confesión y la penitencia».

Al desaparecer el padre, se levantó rápidamente el hermano para cumplir con su compañero a toda prisa el mandato. Una vez en la casa del bienhechor, le contaron detalladamente lo que uno de ellos había visto en sueños. Estupefacto al confirmar ser verdad lo que escuchaba, movido a compunción, se sometió con lágrimas y voluntariamente a una confesión de sus pecados. Por último, prometiendo la enmienda y renovado interiormente en otro hombre, también exteriormente fue renovado, pues recuperó la perfecta visión de los ojos.

La fama de este milagro, difundido por todas partes, incitó a muchos no sólo a la reverencia del Santo, sino también a la confesión humilde de los pecados y a valorar la gracia de la hospitalidad.
11:44:00 p.m.

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