Los milagros de San Francisco de Asís: Enfermos curados de varias enfermedades


1. En Città della Pieve vivía un joven mendigo sordo y mudo de nacimiento que tenía la lengua tan corta y delgada, que a muchos que la habían examinado muchas veces les parecía que estaba completamente cortada.

Un hombre llamado Marcos lo acogió en su casa por amor de Dios. El joven, notando que aquel hombre le favorecía, comenzó a vivir con él de un modo permanente. Cenando una tarde dicho señor con su mujer en presencia del joven, dijo el marido a ésta: «Consideraría como el mayor milagro si el bienaventurado Francisco consiguiera para este joven el habla y el oído». Y añadió: «Hago voto a Dios que, si San Francisco se digna realizar esto, por amor suyo daré a este joven todo lo que necesite mientras viva».

¡Ciertamente maravilloso! Inmediatamente creció la lengua del joven y éste habló diciendo: «Gracias a Dios y a San Francisco, que me ha proporcionado el habla y el oído».

2. Siendo niño y viviendo todavía en su casa el hermano Jacobo de Iseo, se le produjo una hernia muy grave. Movido por el Espíritu Santo, aunque joven y enfermo, ingresó con ánimo devoto en la Orden de San Francisco, sin descubrir a nadie la enfermedad que le aquejaba. Sucedió que al tiempo de la traslación del cuerpo de San Francisco al lugar en que ahora está depositado el precioso tesoro de sus huesos sagrados, tomó parte también dicho hermano en las alegres funciones de la traslación para rendir el debido honor al santísimo cuerpo del Padre glorificado.

Acercándose al sagrado túmulo en que fueron colocados los santos restos, se abrazó al mismo movido por la devoción del espíritu, y de repente, de modo maravilloso, se sintió curado. Tornó a su lugar la víscera dislocada y desapareció toda lesión. Se desprendió del cinto con que se protegía, y desde entonces se vio libre de todos los dolores pasados.

Por la misericordia de Dios y los méritos de San Francisco, se vieron libres milagrosamente de un mal semejante el hermano Bartolo de Gubbio, el hermano Ángel de Toddi, Nicolás, sacerdote de Ceccano; Juan de Sora, un habitante de Pisa y otro del castro de Cisterna, lo mismo que Pedro de Sicilia y un hombre de Spello, junto a Asís, y muchísimos más.

3. Una mujer de Maremma sufrió durante cinco años de enajenación mental. A esto se añadió la pérdida de la vista y del oído. Arrebatada por la locura, se rasgaba los vestidos con los dientes, y no temía el peligro del fuego y del agua, y era víctima de extremados y horribles ataques de epilepsia.

Pero una noche, disponiendo la divina misericordia compadecerse de ella, iluminada por intervención celestial con los rayos de una luz salvadora, vio que San Francisco se sentaba en un trono sublime, y que ella, postrada ante él, le pedía humildemente la salud. Como el Santo no atendiera todavía a su demanda, la mujer prometió con voto que no negaría limosna a los que se la pidiesen por amor de Dios y del Santo, siempre que tuviera algo que darles. Entonces, el Santo reconoció en esta promesa aquella que él mismo había formulado de modo semejante en otro tiempo, y, haciendo sobre ella la señal de la cruz, le devolvió íntegramente la salud.

Consta también por testimonios dignos de crédito que San Francisco curó misericordiosamente de una dolencia semejante a una niña de Nursia, y al niño de un noble señor y a otro más.

4. En cierta ocasión, Pedro de Foligno se dirigía a visitar en peregrinación el santuario de San Miguel [en el monte Gargano]. No habiéndose comportado en ella con el debido respeto, al gustar agua de una fuente fue poseído de los demonios. A partir de entonces quedó poseso durante tres años; se desgarraba el cuerpo, hablaba cosas nefandas y realizaba acciones horrendas. Tenía a veces momentos de lucidez; en uno de ellos acudió humildemente al poder del Santo, de cuya eficacia para ahuyentar demonios había oído hablar, y fue a visitar el sepulcro del misericordioso Padre. Tan pronto como tocó el sepulcro con su mano, prodigiosamente quedó libre de los demonios que tan cruelmente le atormentaban.

De igual modo, la misericordia de San Francisco vino en ayuda de una mujer de Narni que estaba endemoniada, y de otros muchos. Pero sería largo de contar en sus circunstancias y detalles los tormentos y las vejaciones de que fueron objeto y los modos de curación.

5. Un tal Buonomo, de la ciudad de Fano, paralítico y leproso, llevado por sus padres a la iglesia de San Francisco, consiguió una perfecta salud de las dos enfermedades.

También otro joven llamado Atto, de San Severino, todo cubierto de lepra: hizo un voto, fue llevado al sepulcro del Santo, y por los méritos de éste fue limpiado de la enfermedad. En verdad tuvo el Santo un extraordinario poder para curar este mal, por cuanto en su vida, por amor a la humildad y a la piedad, se había entregado a sí mismo al servicio de los leprosos (cf. LM 1,5-6; 2,6).

6. En la diócesis de Sora, una mujer llamada Rogata hubo de sufrir de un flujo de sangre durante veintitrés años. Había tenido que soportar muchísimos sufrimientos en el tratamiento a que había sido sometida por muchos médicos. Muchas veces parecía llegar a morirse por la gravedad del mal. Y, si alguna vez se detenía el flujo, se hinchaba todo su cuerpo.

Oyendo a un niño que en lengua romana (5) cantaba los milagros que Dios había realizado por medio del bienaventurado Francisco, estremecida por agudísimo dolor, se desató en lágrimas y con encendida fe interiormente comenzó a decir: «¡Oh bienaventurado padre Francisco, que brillas con tantos milagros! Si te dignas librarme de esta dolencia, se acrecentaría en gran manera tu gloria, puesto que hasta ahora no has realizado un milagro semejante». Dichas estas palabras, se sintió curada por los méritos de San Francisco.

También un hijo de esta mujer, llamado Mario, que tenía un brazo contracto, fue curado por el Santo después de haberle hecho un voto.

Asimismo, una mujer de Sicilia, que durante siete años había padecido flujo de sangre, fue curada por el feliz heraldo de Cristo.

7. Había en la ciudad de Roma una mujer de nombre Práxedes. Célebre por su religiosidad, ya desde niña se había encerrado en una estrecha cárcel; en ella vivió durante casi cuarenta años. Dicha Práxedes obtuvo una gracia singular de parte del bienaventurado Francisco.

Como un día hubiese subido en busca de algunas cosas necesarias a la terraza de su celdita, sufriendo un desvanecimiento, cayó al suelo con tan mala fortuna, que fracturó el pie con la rótula y se dislocó además el húmero. En este trance se le apareció el benignísimo Padre, vestido con las blancas vestiduras de la gloria, y con dulces palabras comenzó a hablarle así: «Levántate, hija bendita; levántate y no temas». La tomó de la mano, y, levantándola, desapareció.

Pero ella, volviéndose de una a otra parte en su celdita, pensaba ver una visión. Cuando, a sus voces, aportaron los suyos una luz, viéndose perfectamente curada por el siervo de Dios Francisco, contó por su orden todo lo sucedido.
8:48:00 p.m.

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