Regla de Santa Clara [RCl]


[Bula del Papa Inocencio IV]

Inocencio obispo, siervo de los siervos de Dios, a las amadas hijas en Cristo, Clara, abadesa, y las otras hermanas del monasterio de San Damián de Asís, salud y bendición apostólica.

La Sede Apostólica suele acceder a los piadosos deseos y satisfacer con benevolencia las honestas peticiones de quienes elevan a ella sus preces. Ahora bien, por vuestra parte se nos ha suplicado humildemente que confirmáramos con autoridad apostólica la forma de vida que os dio el bienaventurado Francisco y que vosotras aceptasteis espontáneamente, según la cual debéis vivir comunitariamente en unidad de espíritus y con el voto de altísima pobreza, forma que nuestro venerable hermano el obispo de Ostia y de Velletri tuvo a bien aprobar, como consta más ampliamente en la carta redactada con tal motivo por el mismo obispo. Así pues, accediendo a los ruegos de vuestra devoción, teniendo por ratificado y grato cuanto ha hecho a este respecto el mismo obispo, lo confirmamos con autoridad apostólica y lo corroboramos con la protección del presente escrito, haciendo insertar en él, palabra por palabra, el tenor de la misma carta, que es el siguiente:

Rainaldo, por la misericordia divina obispo de Ostia y de Velletri, a su amadísima madre e hija en Cristo madonna Clara, abadesa de San Damián de Asís, y a sus hermanas, tanto presentes como futuras, salud y bendición paterna.

Ya que vosotras, amadas hijas en Cristo, habéis despreciado las pompas y delicias del mundo, y, siguiendo las huellas del mismo Cristo y de su santísima Madre, habéis elegido vivir encerradas en cuanto al cuerpo y servir al Señor en suma pobreza para poder dedicaros a Él con el espíritu libre, Nos, encomiando en el Señor vuestro santo propósito, queremos de buen grado y con afecto paterno satisfacer benévolamente vuestros votos y santos deseos.

Por lo cual, accediendo a vuestros piadosos ruegos, confirmamos a perpetuidad, con la autoridad del señor Papa y la nuestra, para todas vosotras y para las que os sucedan en vuestro monasterio, y corroboramos con la protección del presente escrito la forma de vida y el modo de santa unidad y de altísima pobreza, que vuestro bienaventurado padre san Francisco os dio de palabra y por escrito para que la observarais, anotada en las presentes letras. Es la siguiente:]



CAPÍTULO I
¡En el nombre del Señor! Comienza la forma de vida de las Hermanas Pobres

La forma de vida de la Orden de las Hermanas Pobres, forma que el bienaventurado Francisco instituyó, es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin propio y en castidad. Clara, indigna sierva de Cristo y plantita del muy bienaventurado padre Francisco, promete obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia Romana. Y así como al principio de su conversión, junto con sus hermanas, prometió obediencia al bienaventurado Francisco, así promete guardar inviolablemente esa misma obediencia a sus sucesores. Y las otras hermanas estén obligadas a obedecer siempre a los sucesores del bienaventurado Francisco y a la hermana Clara y a las demás abadesas canónicamente elegidas que la sucedan.



CAPÍTULO II
De aquellas que quieren tomar esta vida, y cómo deben ser recibidas

Si alguna por inspiración divina viniera a nosotras queriendo tomar esta vida, la abadesa esté obligada a pedir el consentimiento de todas las hermanas; y si la mayor parte da su consentimiento, obtenida la licencia del señor cardenal protector nuestro, podrá recibirla. Y si ve que debe ser recibida, examínela diligentemente o haga que sea examinada de la fe católica y de los sacramentos de la Iglesia. Y si cree todo esto y quiere confesarlo fielmente y guardarlo firmemente hasta el fin, y no tiene marido o, si lo tiene, también él ha entrado ya en religión con la autorización del obispo diocesano, y ha emitido ya el voto de continencia; y si, en fin, la edad avanzada o alguna enfermedad o debilidad mental no le impide la observancia de esta vida, expóngasele diligentemente el tenor de nuestra vida.

Y si fuera idónea, dígasele la palabra del santo Evangelio, que vaya y venda todas sus cosas y se aplique con empeño a distribuirlas a los pobres. Si esto no pudiera hacerlo, le basta la buena voluntad. Y guárdense la abadesa y sus hermanas de preocuparse de sus cosas temporales, para que libremente haga ella de sus cosas lo que el Señor le inspire. Con todo, si busca consejo, envíenla a algunos discretos y temerosos de Dios, con cuyo consejo sus bienes se distribuyan a los pobres. Después, cortados los cabellos en redondo y depuesto el vestido seglar, concédale la abadesa tres túnicas y el manto. En adelante no le sea permitido salir fuera del monasterio sin causa útil, razonable, manifiesta y digna de aprobación. Y finalizado el año de la probación, sea recibida a la obediencia, prometiendo guardar perpetuamente la vida y la forma de nuestra pobreza.

No se conceda el velo a ninguna durante el tiempo de probación. Las hermanas podrán tener también manteletas para comodidad y decoro del servicio y del trabajo. Y la abadesa provéalas de ropas con discreción, según las condiciones de las personas y los lugares y tiempos y frías regiones, como vea que conviene a la necesidad. A las jovencitas recibidas en el monasterio antes de la edad legal, córtenles los cabellos en redondo; y, depuesto el vestido seglar, vístanse de paño religioso, como le parezca a la abadesa. Mas cuando lleguen a la edad legal, vestidas de la misma forma que las otras, hagan su profesión. Y tanto a éstas como a las demás novicias, la abadesa provéalas con solicitud de una maestra escogida de entre las más discretas de todo el monasterio, la cual las forme diligentemente en el santo comportamiento y en las buenas costumbres según la forma de nuestra profesión.

En el examen y admisión de las hermanas que prestan servicio fuera del monasterio, guárdese la forma antes dicha; éstas podrán llevar calzado. Que ninguna resida con nosotras en el monasterio si no ha sido recibida según la forma de nuestra profesión. Y por amor del santísimo y amadísimo Niño envuelto en pobrecillos pañales, acostado en un pesebre, y de su santísima Madre, amonesto, ruego y exhorto a mis hermanas que se vistan siempre de ropas viles.



CAPÍTULO III
Del oficio divino y del ayuno, de la confesión y comunión

Las hermanas que saben leer recen el oficio divino según la costumbre de los Hermanos Menores, por lo que podrán tener breviarios, leyendo sin canto. Y a aquellas que por causa razonable no puedan alguna vez decir sus horas leyendo, les estará permitido como a las demás hermanas decir los Padrenuestros. Mas aquellas que no saben leer, digan veinticuatro Padrenuestros por maitines; por laudes, cinco; por prima, tercia, sexta y nona, por cada una de estas horas, siete; por vísperas, doce; por completas, siete. Digan también por los difuntos, en vísperas, siete Padrenuestros con el Requiem aeternam, y en maitines, doce, cuando las hermanas que saben leer estén obligadas a rezar el oficio de difuntos. Y cuando muera («emigre») una hermana de nuestro monasterio, digan cincuenta Padrenuestros.

Las hermanas ayunen en todo tiempo. Pero en la Natividad del Señor, cualquiera que sea el día en que caiga, podrán tomar dos refacciones. Las jovencitas, las débiles y las que prestan servicio fuera del monasterio, sean dispensadas, con misericordia, como le parezca a la abadesa. Pero en tiempo de manifiesta necesidad no estén obligadas las hermanas al ayuno corporal.

Confiésense al menos doce veces al año con permiso de la abadesa. Y deben guardarse de introducir entonces más palabras que las que conciernen a la confesión y a la salud de las almas. Comulguen siete veces, a saber: la Natividad del Señor, el Jueves Santo, la Resurrección del Señor, Pentecostés, la Asunción de la bienaventurada Virgen, la fiesta de san Francisco y la fiesta de Todos los Santos. Para dar la comunión a las hermanas sanas o enfermas, le estará permitido al capellán celebrar dentro.



CAPÍTULO IV
De la elección y oficio de la abadesa, del capítulo, de las oficialas y de las discretas

En la elección de la abadesa estén las hermanas obligadas a guardar la forma canónica. Y procuren ellas mismas con presteza tener al ministro general o provincial de la Orden de los Hermanos Menores, el cual, mediante la palabra de Dios, las disponga a la perfecta concordia y a la común utilidad en la elección que han de hacer. Y no se elija a ninguna que no sea profesa. Y si fuera elegida o dada de otro modo una no profesa, no se le obedezca, si antes no profesa la forma de nuestra pobreza. En falleciendo la cual, hágase la elección de otra abadesa. Y si en algún tiempo apareciera a la generalidad de las hermanas que la abadesa no es suficiente para el servicio y utilidad común de las mismas, estén obligadas las dichas hermanas, según la forma antes mencionada, a elegirse, cuanto antes puedan, otra para abadesa y madre.

Y la elegida considere qué carga ha tomado sobre sí y a quién tiene que dar cuenta de la grey que se le ha encomendado. Esfuércese también en presidir a las otras más por las virtudes y las santas costumbres que por el oficio, para que las hermanas, estimuladas por su ejemplo, la obedezcan más por amor que por temor. No tenga amistades particulares, no sea que, al preferir a una parte de las hermanas, cause escándalo en todas. Consuele a las afligidas. Sea también el último refugio de las atribuladas, no sea que, si faltaran en ella los remedios saludables, prevalezca en las débiles la enfermedad de la desesperación. Guarde la vida común en todo, pero especialmente en la iglesia, el dormitorio, el refectorio, la enfermería y en los vestidos. Lo que también su vicaria esté obligada a guardar de manera semejante.

La abadesa esté obligada a convocar a sus hermanas a capítulo por lo menos una vez a la semana, en el que tanto ella como las hermanas deberán confesar humildemente las ofensas y negligencias comunes y públicas. Y las cosas que se han de tratar para utilidad y decoro del monasterio, háblelas allí mismo con todas sus hermanas; pues muchas veces el Señor revela a la menor qué es lo mejor. No se contraiga ninguna deuda grave, sino con el consentimiento común de las hermanas y por una necesidad manifiesta, y esto mediante procurador. Y guárdese la abadesa y sus hermanas de recibir depósito alguno en el monasterio, pues de ahí surgen muchas veces turbaciones y escándalos.

Para conservar la unidad del amor mutuo y de la paz, todas las oficialas del monasterio sean elegidas con el consentimiento común de todas las hermanas. Y del mismo modo sean elegidas por lo menos ocho hermanas de entre las más discretas, de cuyo consejo deberá siempre servirse la abadesa en las cosas que requiere la forma de nuestra vida. También podrán las hermanas y deberán, si les pareciera útil y conveniente, remover alguna vez a las oficialas y a las discretas y elegir a otras en su lugar.



CAPÍTULO V
Del silencio, del locutorio y de la reja

Desde la hora de completas hasta la de tercia, las hermanas guarden silencio, exceptuadas las que prestan servicio fuera del monasterio. Guarden también silencio continuo en la iglesia, en el dormitorio, y en el refectorio sólo mientras comen; se exceptúa la enfermería en la que, para recreo y servicio de las enfermas, siempre les estará permitido a las hermanas hablar con discreción. Podrán, sin embargo, siempre y en todas partes, insinuar brevemente y en voz baja lo que fuera necesario.

No sea lícito a las hermanas hablar en el locutorio o en la reja sin permiso de la abadesa o de su vicaria. Y las que tienen permiso, no se atrevan a hablar en el locutorio si no están presentes y las escuchan dos hermanas. En cuanto a la reja, no se permitan ir allí si no están presentes al menos tres hermanas designadas por la abadesa o su vicaria de entre las ocho discretas que son elegidas por todas las hermanas para el consejo de la abadesa. La abadesa y su vicaria estén obligadas a guardar ellas mismas estas normas sobre el hablar. Y lo dicho, en la reja que suceda rarísimamente. Y en la puerta, de ningún modo.

A dicha reja póngasele por el interior un paño, que no se remueva sino cuando se exponga la palabra de Dios o alguna hermana hable con alguien. Tenga también una puerta de madera muy bien asegurada con dos cerraduras de hierro diferentes, con batientes y cerrojos, para que se cierre, máxime de noche, con dos llaves, una de las cuales la tendrá la abadesa, y la otra la sacristana; y permanezca siempre cerrada, a no ser cuando se oye el oficio divino, y por las causas antes mencionadas.

Antes de la salida del sol o después de la puesta del sol, ninguna deberá en absoluto hablar con nadie en la reja. Y en el locutorio, manténgase siempre por dentro un paño, que no se remueva. Durante la cuaresma de san Martín y la cuaresma mayor, que ninguna hable en el locutorio, sino al sacerdote por causa de la confesión o de otra necesidad manifiesta, lo que se reservará a la prudencia de la abadesa o de su vicaria.



CAPÍTULO VI
Que no se han de tener posesiones

Después que el altísimo Padre celestial se dignó iluminar con su gracia mi corazón para que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro muy bienaventurado padre san Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su conversión, junto con mis hermanas le prometí voluntariamente obediencia.

Y el bienaventurado Padre, considerando que no teníamos miedo a ninguna pobreza, trabajo, tribulación, menosprecio y desprecio del siglo, antes al contrario, que los teníamos por grandes delicias, movido a piedad, escribió para nosotras una forma de vida en estos términos: «Ya que por divina inspiración os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de vosotras como de ellos.» Lo que cumplió diligentemente mientras vivió, y quiso que fuera siempre cumplido por los hermanos.

Y para que jamás nos apartásemos de la santísima pobreza que habíamos abrazado, ni tampoco lo hicieran las que tenían que venir después de nosotras, poco antes de su muerte de nuevo nos escribió su última voluntad diciendo: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta santísima vida y pobreza. Y protegeos mucho, para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de alguien.»

Y así como yo siempre he sido solícita, junto con mis hermanas, en guardar la santa pobreza que hemos prometido al Señor Dios y al bienaventurado Francisco, así también las abadesas que me sucedan en el oficio y todas las hermanas estén obligadas a observarla inviolablemente hasta el fin: a saber, no recibiendo o teniendo posesión o propiedad por sí mismas ni por interpuesta persona, ni tampoco nada que pueda razonablemente llamarse propiedad, a no ser aquel tanto de tierra que necesariamente se requiere para el decoro y el aislamiento del monasterio; y esa tierra no se cultive sino como huerto para las necesidades de las mismas hermanas.



CAPÍTULO VII
Del modo de trabajar

Las hermanas a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, después de la hora de tercia trabajen fiel y devotamente, y en trabajo que conviene al decoro y a la utilidad común, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir. Y lo que producen con sus manos, la abadesa o su vicaria esté obligada a asignarlo en el capítulo ante todas. Hágase lo mismo si hay personas que envían alguna limosna para las necesidades de las hermanas, a fin de que se haga memoria de ellas en común. Y todas estas cosas sean distribuidas para utilidad común por la abadesa o su vicaria con el consejo de las discretas.



CAPÍTULO VIII
Que nada se apropien las hermanas, y del procurarse limosnas y de las hermanas enfermas

Las hermanas nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. Y como peregrinas y forasteras en este siglo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad, envíen por limosna confiadamente, y no deben avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotras en este mundo. Esta es aquella eminencia de la altísima pobreza, que a vosotras, carísimas hermanas mías, os ha constituido herederas y reinas del reino de los cielos, os ha hecho pobres de cosas, os ha sublimado en virtudes. Esta sea vuestra porción, que conduce a la tierra de los vivientes. Adhiriéndoos totalmente a ella, amadísimas hermanas, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo y de su santísima Madre, ninguna otra cosa jamás queráis tener debajo del cielo.

A ninguna hermana le esté permitido enviar cartas ni recibir algo o darlo fuera del monasterio sin permiso de la abadesa. Tampoco le esté permitido tener cosa alguna que la abadesa no le haya dado o permitido. Y si sus parientes u otras personas le envían algo, la abadesa haga que se lo den. Mas ella, si lo necesita, que pueda usarlo; si no, que lo comparta caritativamente con alguna hermana que lo necesite. Pero si le enviaran dinero, la abadesa, con el consejo de las discretas, haga que se la provea de lo que necesita.

Respecto a las hermanas enfermas, la abadesa esté firmemente obligada a informarse con solicitud, por sí misma y por las otras hermanas, de lo que su enfermedad requiere en cuanto a consejos y en cuanto a alimentos y a otras cosas necesarias, y a proveer caritativa y misericordiosamente según las posibilidades del lugar. Porque todas están obligadas a proveer y a servir a sus hermanas enfermas como querrían ellas ser servidas, si estuvieran afectadas por alguna enfermedad. Confiadamente manifieste la una a la otra su necesidad. Y si la madre ama y cuida a su hija carnal, ¿cuánto más amorosamente debe la hermana amar y cuidar a su hermana espiritual?

Las que están enfermas descansen en jergones de paja y tengan para la cabeza almohadas de pluma; y las que necesiten escarpines de lana y colchones, que puedan usarlos. Y dichas enfermas, cuando sean visitadas por quienes entran en el monasterio, que pueda cada una de ellas responder brevemente algunas buenas palabras a quienes les hablan. Pero las demás hermanas que tengan permiso para ello, no se atrevan a hablar a quienes entran en el monasterio, sino en presencia de dos hermanas discretas que las escuchen, designadas por la abadesa o su vicaria. La abadesa y su vicaria estén obligadas a guardar ellas mismas estas normas sobre el hablar.



CAPÍTULO IX
De la penitencia que se ha de imponer a las hermanas que pecan, y de las hermanas que prestan servicio fuera del monasterio

Si alguna hermana, por instigación del enemigo, pecara mortalmente contra la forma de nuestra profesión, y si, amonestada dos o tres veces por la abadesa o por las otras hermanas, no se enmendara, coma en tierra pan y agua ante todas las hermanas en el refectorio tantos días cuantos haya sido contumaz; y sea sometida a una pena más grave, si así le pareciere a la abadesa. Durante todo el tiempo en que sea contumaz, hágase oración a fin de que el Señor ilumine su corazón para la penitencia. Pero la abadesa y sus hermanas deben guardarse de airarse y conturbarse por el pecado de alguna, porque la ira y la conturbación impiden en sí mismas y en las otras la caridad.

Si ocurriera alguna vez, lo que Dios no permita, que entre hermana y hermana, por alguna palabra o gesto, se produjese un motivo de turbación o de escándalo, la que haya sido causa de la turbación, de inmediato, antes de presentar la ofrenda de su oración ante el Señor, no sólo se prosterne humildemente a los pies de la otra, pidiéndole perdón, sino que, también, ruéguele con simplicidad que interceda por ella ante el Señor para que sea indulgente con ella. Mas la otra, recordando aquella palabra del Señor: Si no perdonáis de corazón, tampoco vuestro Padre celestial os perdonará, perdone con liberalidad a su hermana toda la injuria que le haya inferido.

Las hermanas que prestan servicio fuera del monasterio no permanezcan largo tiempo fuera del mismo, a no ser que lo requiera una causa de necesidad manifiesta. Y deberán andar con decoro y hablar poco, para que puedan siempre edificarse quienes las observan. Y guárdense firmemente de tener sospechosas relaciones o consejos con alguien. Y no se hagan madrinas de hombres o mujeres, para que, con esta ocasión, no se origine murmuración o turbación. Y no se atrevan a referir en el monasterio los rumores del siglo. Y estén firmemente obligadas a no referir fuera del monasterio nada de lo que se dice o se hace dentro que pueda engendrar escándalo. Y si alguna, por simplicidad, faltara en estas dos cosas, quede en la prudencia de la abadesa el imponerle penitencia con misericordia. Pero si lo hiciera por costumbre viciosa, la abadesa, con el consejo de las discretas, impóngale una penitencia según la calidad de la culpa.



CAPÍTULO X
De la amonestación y corrección de las hermanas

La abadesa amoneste y visite a sus hermanas, y corríjalas humilde y caritativamente, no mandándoles nada que sea contrario a su alma y a la forma de nuestra profesión. Mas las hermanas súbditas recuerden que, por Dios, negaron sus propias voluntades. Por lo que estarán firmemente obligadas a obedecer a sus abadesas en todo lo que al Señor prometieron guardar y no es contrario al alma y a nuestra profesión. Y la abadesa tenga tanta familiaridad para con ellas, que éstas puedan hablar y obrar con ella como las señoras con su sierva; pues así debe ser, que la abadesa sea sierva de todas las hermanas.

Amonesto de veras y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden las hermanas de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, cuidado y solicitud de este siglo, detracción y murmuración, disensión y división; sean, en cambio, siempre solícitas en conservar entre ellas la unidad del amor mutuo, que es el vínculo de la perfección.

Y las que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas; sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la tribulación y en la enfermedad, y amar a esos que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan, porque dice el Señor: Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,10). Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo (Mt 10,22).



CAPÍTULO XI
De la custodia de la clausura

La portera sea madura de costumbres y discreta, y sea de una edad conveniente, y durante el día permanezca allí en una celda abierta y sin puerta. Asígnesele también una compañera idónea que, cuando sea necesario, haga en todo sus veces.

La puerta esté muy bien asegurada con dos cerraduras de hierro diferentes, con batientes y cerrojos, para que se cierre, máxime de noche, con dos llaves, una de las cuales la tendrá la portera, y la otra la abadesa. Y de día, no se deje nunca sin custodia y esté firmemente cerrada con una llave.

Pero cuiden con sumo esmero y procuren que la puerta nunca esté abierta, sino lo menos que de manera congruente sea posible. Y no se abra en absoluto a cualquiera que quiera entrar, sino a quien le haya sido concedido por el sumo Pontífice o por nuestro señor cardenal. Y no permitan las hermanas a nadie entrar en el monasterio antes de la salida del sol, ni permanecer dentro después de la puesta del sol, a no ser que lo exija una causa manifiesta, razonable e inevitable.

Si para la bendición de una abadesa o para la consagración de alguna hermana como monja o también por otro motivo, se hubiera concedido a algún obispo celebrar la misa dentro del monasterio, que se contente con unos acompañantes y ministros lo menos numerosos y lo más honestos que pueda. Y cuando sea necesario que algunos entren en el monasterio para hacer un trabajo, la abadesa con solicitud ponga entonces en la puerta a la persona conveniente, que la abra sólo a los asignados al trabajo, y no a otros. Guárdense con sumo cuidado todas las hermanas de ser vistas entonces por los que entran.



CAPÍTULO XII
Del visitador, del capellán y del cardenal protector

Nuestro visitador sea siempre de la Orden de los Hermanos Menores según la voluntad y el mandato de nuestro cardenal. Y sea tal, que se tenga plena constancia de su decoro y costumbres. Su oficio será corregir, tanto en la cabeza como en los miembros, los excesos cometidos contra la forma de nuestra profesión. A él le estará permitido hablar con varias y con cada una de las hermanas, estando en un lugar público para que pueda ser visto por las otras, acerca de las cosas que pertenecen al oficio de la visita, como le parezca más conveniente.

Pedimos también un capellán con un compañero clérigo de buena fama, discreto y prudente, y dos hermanos laicos amantes del santo comportamiento y decoro religioso, para ayuda de nuestra pobreza, como siempre hemos tenido misericordiosamente de dicha Orden de los Hermanos Menores, y lo pedimos a la misma Orden, como gracia, por el amor de Dios y del bienaventurado Francisco. No le esté permitido al capellán entrar en el monasterio sin compañero. Y cuando entren, que estén en un lugar público, de modo que siempre puedan verse el uno al otro y ser vistos por los demás. Para la confesión de las enfermas que no puedan ir al locutorio, para dar la comunión a las mismas, para la extremaunción, para la recomendación del alma, séales permitido a los mismos entrar. Mas para las exequias y la celebración de la misa de difuntos, y para cavar o abrir la sepultura, o también para acomodarla, que puedan entrar personas en número suficiente e idóneas, según el prudente juicio de la abadesa.

Con miras a todo lo dicho, las hermanas estén firmemente obligadas a tener siempre como gobernador, protector y corrector nuestro, al cardenal de la santa Iglesia Romana que haya sido asignado a los Hermanos Menores por el señor Papa, para que, siempre súbditas y sujetas a los pies de la misma santa Iglesia, estables en la fe católica, guardemos perpetuamente la pobreza y la humildad de nuestro Señor Jesucristo y de su santísima Madre, y el santo Evangelio, que firmemente hemos prometido. Amén.

[Dado en Perusa, a 16 de septiembre, en el año décimo del pontificado del señor papa Inocencio IV (1252).

A nadie, pues, en absoluto le sea permitido infringir esta escritura de nuestra confirmación o con osadía temeraria ir contra ella. Mas si alguno presumiera intentar esto, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo.

Dado en Asís, a 9 de agosto, en el año undécimo de nuestro pontificado (1253).]
10:54:00 p.m.

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